Editorial
Atenco : ¿el huevo de la serpiente?
Justo cuando el gobierno mexicano resulta elegido en la Asamblea General de la ONU para integrar el Comité de Derechos Humanos de ese organismo internacional, desde Almoloya de Juárez, desde Madrid y desde Santiago de Chile se abren paso hacia la opinión pública testimonios sólidos sobre las atrocidades perpetradas por fuerzas del orden público federales, estatales y municipales hace una semana, durante el asalto policial a San Salvador Atenco: golpizas a ciudadanos inocentes ancianos, ancianas, adultos y menores de ambos sexos, violaciones y otras agresiones sexuales a mujeres, arrestos arbitrarios, destrozos deliberados de hogares humildes, robos de enseres y dinero en efectivo por parte de efectivos de seguridad y ataques con gases lacrimógeneos a mujeres embarazadas. Ya en Almoloya de Juárez, los prisioneros se enfrentaron a más golpes, a la negación de atención médica ante lesiones graves, a su retención por plazos mayores a los estipulados por la ley y a la obstrucción a los abogados defensores. Tales han sido, entre otros, los recursos empleados por un poder que apenas ayer, a una semana de los hechos, empezó a reconocer, en el mejor de los casos, que "pudo haber habido" abusos de autoridad en la incursión contra la localidad rebelde del oriente mexiquense o que, en el peor, se niega hasta el momento a admitir la existencia de severas violaciones a los derechos humanos cometidas por los cuerpos policiales de la Federación, del estado de México y el municipio, y por los organismos penitenciarios y de procuración de justicia.
La sociedad asiste a una doble vergüenza: la de los hechos referidos y la de la esfera oficial que, auxiliada y hasta exaltada por los medios informativos en coro, se niega a admitir sus excesos y se regodea en lo que llama la "aplicación de la ley". Pero ante la barbarie de algunos atenquenses que la hubo contra las fuerzas del orden público, los gobiernos federal y estatal no hicieron cumplir la legalidad, sino recurrieron a la barbarie de Estado.
Al margen de las motivaciones del poder público en la comisión de atrocidades como las mencionadas, es difícilmente comprensible que la mayor parte del aparato informativo del país medios impresos y electrónicos haya dado su aprobación y su aplauso al operativo y haya dirigido la vista hacia otro lado cuando, desde la mañana del miércoles pasado, fue posible conocer algunos de los atropellos. Desde cámaras, micrófonos y teclados se satanizó en forma consistente a una población que, para aquellos momentos, no era agresora sino víctima, y se ofreció una visión unilateral y facciosa del conflicto: los atenquenses habían alterado el orden público y la fuerza pública había acudido a restablecerlo. En cambio, desde los propios medios se denostó el trabajo periodístico realizado por La Jornada por su supuesta parcialidad, como si documentar los actos delictivos del poder público fuera una manifestación de afiliación al movimiento de los atenquenses. Tuvieron que transcurrir varios días para que en pantallas, emisiones y planas se empezara a dar cuenta, a regañadientes y a cuentagotas, de la barbarie represiva que estaba siendo cubierta por este diario desde los días 3 y 4 de mayo. De esta manera se vulneró el principio de independencia que debe regir la tarea periodística, se mintió por omisión y se forjaron preocupantes complicidades con una autoridad a todas luces extralimitada y abusiva.
Desde oro punto de vista sería reconfortante suponer que la conducta criminal de policías, agentes del Ministerio Público, autoridades y personal carcelario es expresión del descontrol y la falta de disciplina de efectivos aislados. Sin embargo, la actitud y las declaraciones de los mandos del estado de México desde el gobernador Enrique Peña Nieto para abajo y federales, empeñados en negar, minimizar, relativizar o justificar las violaciones a los derechos humanos perpetradas por las fuerzas públicas, hacen temer algo peor: que se trate de un primer ensayo para habituar a estrategias represivas inadmisibles a una población que, ciertamente, se encuentra exasperada por la falta de seguridad y de certezas jurídicas, por el embate de la delincuencia organizada, por la impunidad y por el desgobierno. Los atropellos cometidos por las fuerzas gubernamentales contra la población atenquense en general, independientemente de sus filiaciones políticas y organizativas, exhiben una regularidad y una sistematización que difícilmente puede explicarse si no es por el afán de sembrar terror: no fue una agresión sexual aislada, sino una docena, lo que han documentado hasta ahora los visitadores de la Comisión Nacional de Derechos Humanos; no fue un robo, sino muchos; no fue la vandalización de un solo domicilio, sino un patrón de destrucción que parece planificado; no fueron uno o dos los lesionados por las hordas policiales, sino decenas.
Hay que recordar que las dictaduras militares que ensangrentaron el continente en décadas pasadas mezclaban en forma perversa el argumento de la "lucha contra la sedición" ya esgrimido por las esferas gubernamentales mexicanas en relación con Atenco con la supuesta necesidad de "mano dura" ante la criminalidad; se trata, precisamente, de la clase de discurso que adelanta ya el grupo en el poder y sus candidatos presidenciales priísta y panista.
La sociedad no debe dejarse confundir por estas posturas oficiales, que concuerdan en todo con los arranques de los procesos de instauración de regímenes autoritarios. Si se permite que quede impune uno solo de los atropellos cometidos por el poder público en Atenco, se abrirá la puerta a su repetición en otras localidades del territorio nacional y contra otros ciudadanos. Si la población empieza a ver como normal que los efectivos policiales violen a las mujeres en el curso de operativos de "restauración del orden", esta práctica infame se extenderá de manera irremediable. Si se deja sin castigo a los golpeadores uniformados y a sus jefes, más temprano que tarde los toletes estarán cayendo, como ejercicio regular de gobierno, sobre las cabezas de muchos más ciudadanos. Si el país se habitúa a una autoridad sin control, el estado de derecho sucumbirá a manos de quienes están encargados de hacerlo cumplir.
Son inadmisibles y punibles las agresiones como las realizadas la semana pasada por civiles contra algunos efectivos policiales en Texcoco y en Atenco. Es inevitable, en ocasiones, el recurso a la fuerza pública. Pero la brutalidad represiva, el ensañamiento contra la población civil y la agresiva vesania de las fuerzas del orden constituyen un fenómeno mucho más grave, por cuanto pueden ser indicativas de un viraje, tal vez desesperado, hacia el autoritarismo, en el cual la violación a los derechos humanos no es una excepción ni una irregularidad, sino una práctica sistemática de Estado. Es posible que la incursión contra Atenco sea algo parecido a lo que el cineasta Ingmar Bergman llamó "el huevo de la serpiente", es decir, la génesis del fascismo. Tal fenómeno no deja a la sociedad otro antídoto que movilizarse para exigir a las autoridades que dejen de solazarse en la impunidad de sus integrantes, que se esclarezcan los excesos y los atropellos cometidos, que se reparen los daños y se indemnice a los afectados, que se informe al país y que se procese y castigue conforme a la ley a los responsables. Los ámbitos gubernamentales deben entender que su tarea principal es proteger a los ciudadanos, no agredirlos, y esta violencia oficial abominable y delictiva no debe repetirse nunca más.
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