Ácido Bórico
Tryno Maldonado
Para C.R.G.
01. Esa madrugada las cucarachas terminaron al fin por sacarme del
departamento. Todo, absolutamente todo, incluyendo mi matrimonio y la
ciudad, se fue a la mierda.
02. Por la tarde tomé unos mezcales y me fui a nadar a un balneario de
las afueras de Oaxaca.
03. El departamento nos había sido recomendado por Martín Solares. El
lugar era una casa antigua y céntrica, pero remozada y dividida en
departamentos amplios listos para recibir la basura per cápita diaria
en la que gozaban gringos jubilados durante las temporadas altas, pero
que, por el conflicto social que paralizó a la ciudad desde hace
meses, se encontraba vacío y a menos de mitad de precio, es decir, a
un precio de pronto no prohibitivo para un matrimonio mexicano joven y
de clase media como lo éramos Claudia y yo.
04. Esos días llevé un diario en una Moleskine. Un diario, diagramas y
dibujos. Por eso lo tengo tan claro. La primera cucaracha que vi fue
una del tipo que días más tarde catalogué en mi libreta como "obispo",
cucaracha-obispo , por la forma recta y recortada como una capa que
adquirían sus alas en la parte inferior, además de lo prieto de su
pigmento. Prieto como la mierda. O como los obispos, más exactamente.
Eso es. Antes de aquel episodio no conservo recuerdo de mayor contacto
que el incidental, anecdótico o distante con cualquier clase de
blátido. Cuando la vimos, Claudia, de temperamento claramente más
urbano y civilizado que el mío, dio visos de querer aplastarla por
acto reflejo, pero la sola idea de escuchar el estallido del esqueleto
externo como el crepitar de una nuez bajo la suela me movió a
detenerla en el acto. El insecto aprovechó esos instantes de duda para
subir por su sandalia y trepar con una velocidad amenazante hasta su
muslo interno antes de que yo se la sacudiera de encima con un
periódico. ¿Tocarla yo? ¡Ja! Ni hablar... El animal fue a caer al
suelo con un ligero chasquido, a perderse más tarde debajo de la
estufa como un cochecito de fricción enloquecido. Claudia pocas veces
me había mirado de esa manera.
05. Aunque nuestra estancia en Oaxaca tenía un propósito muy
determinado y de antemano fi nito, Claudia y yo no dudamos en darle a
la casera un depósito equivalente a la renta de un mes en signo de
buena voluntad, creyendo con candor que podríamos volver extensibles
unas vacaciones posteriores bajo el subterfugio de una comisión de su
trabajo. Ninguno de los dos hubiera apostado un peso a lo contrario.
06. No me atreví a desempacar durante tres días.
07. Claudia debía viajar sin variedad todas las mañanas hasta un
pueblo cercano para hacer el trabajo que nos había traído desde el
norte hasta acá. El Forum de las Culturas le había consignado la
documentación gráfica y escrita, día a día, del proyecto de cierto
artista plástico zapoteco mimado por la Fundación Rockefeller en lo
que seguramente sería una reivindicación por su conciencia de culpa
blanca antes que por cualquier parámetro estético. Y es que a decir
verdad las estatuas eran naíf y horrorosas, sobre todo horrorosas. La
empresa consistía en crear dos mil quinientas un estatuas de barro de
tamaño real, representando a sendo número de emigrantes mexicanos
fallecidos en la frontera con Estados Unidos. Una locura y una pérdida
de tiempo, si me lo preguntan. Pero el caso es que, salvo las primeras
veces que la acompañé al pueblo fantasma sitiado por huestes de
estatuas de barro, como regla general me quedaba en casa. A eso, en
resumen, y nada más, habíamos ido hasta allá. O al menos ella. Yo, por
mi parte, fingía escribir una nueva novela, tal como he hecho en los
últimos años para quitarle unos pesos a mi agente e ir al día.
08. De la segunda y tercera cucarachas que pude ver en el
departamento, una de ellas pertenecía a eso que me dio por clasificar
como del tipo "díazordaz", cucaracha-díazordaz , por las asombrosas
similitudes que encontraba con el rostro de aquel ex presidente, no
sólo en facciones, sino en las maneras de desplazarse y, en general,
en su forma expansiva y campechana de ocupar el mundo. Su coraza era
más pálida y traslúcida que la de una cucaracha-obispo , su talla
visiblemente más corta. Y lo sé porque en esa ocasión las vi juntas.
Había ido al supermercado a hacer nuestras primeras compras de víveres
cuando me las topé, justo en la línea imaginaria del vano de la puerta
de la recámara. De inicio creí que se trataría de alguna mutación
oriunda de cucaracha como consecuencia lógica de la abundancia de
gases lacrimógenos y gas pimienta en la ciudad. Pero no. Un cuerpo
luengo y articulado se contorsionaba sobre sí mismo. Una pareja de
cucarachas apareándose, pensé luego. Pero sólo hasta que me puse en
cuclillas y tuve a la pareja de insectos a medio metro de mis narices,
me pude percatar de lo que en realidad hacían. La cucaracha-obispo
devoraba a la cucaracha-díazordaz por la cabeza. La obispo era casi el
doble de talla que la primera que vimos, con la diferencia de que ésta
mostraba una especie de collarín parduzco que de alguna forma debería
distinguirla o realzarla en jerarquía selectiva frente a las otras. No
lo sé. El caso es que la cucaracha-obispo detuvo su cruel envestida
contra la pobre díazordaz en el momento en que logró arrancarle al fin
la cabecita. Ni siquiera se la comió. Luego se marchó a toda velocidad
zigzagueando por la orilla de una pared para irse a perder en un
orificio del registro de agua. Me puse de rodillas, tirando al suelo
las bolsas del supermercado sólo para poder recoger entre el índice y
el pulgar la cabeza cercenada de la cucaracha-díazordaz . Sus
larguísimas antenas aún se movían frente a mis ojos como látigos.
09. La primera vez que Claudia no volvió a casa por la noche ni
siquiera me alarmé. Ni tenía motivo. Cerca de la hora de la cena me
envió un mensaje de texto para avisar que pasaría la noche en el
pueblo de las estatuas de barro, pues los taxis colectivos, el único
medio para volver a la ciudad, habían dejado de circular hacía una
hora. No dejó de parecerme sospechoso su mensaje, pues en aquel pueblo
no llega señal telefónica. Cené corn-flakes, pan dulce con Coca-Cola y
me fui a dormir. Al amanecer descubrí que las cucarachas habían tenido
una orgía magnífica sobre mi tazón. La hambruna había terminado.
Muchas, incluso, no pudieron abandonar el fondo por lo gordas que
habían quedado.
10. Le conté a Claudia el incidente pero ella, dentro de su
pragmatismo insobornable, adujo que era lo más normal que un
departamento desocupado durante tanto tiempo tuviera insectos, que
sólo era cosa de días para que cedieran a nuestra presencia. Además,
ella sólo había visto la primera cucarachaobispo , una sola, y dijo
que tampoco era para tanto, que no fuera tan fresa. Juro que eso dijo.
11. En el mercado le conté mi problema a una vendedora de tlayudas. Me
recomendó el ácido bórico y compré tres frascos en una ferretería.
Para ese tiempo habían trascurrido dos semanas y no me había bañado
siquiera por temor a que uno de esos insectos saliera por la coladera
y subiera hasta mis testículos para devorarlos tal como vi hacer a la
cucaracha gorda del collarín con la cabeza de una pobre
cucaracha-díazordaz . Me veía obligado a comer fuera sin variedad,
pues no pretendía correr el riesgo de almacenar sobrantes de comida,
no iba a ponerles un banquete nunca más. Pero, sobre todo, lo que me
decidió a recurrir al ácido bórico fue la aparición de una tercer
clase de cucarachas, la más asquerosa, evolucionada y temible de
todas. La cucaracha-calderón .
12. Antes de usar el ácido bórico por recomendación de la señora del
mercado, le llamé por teléfono a Martín Solares a París para pedirle
un consejo. No se me ocurrió mejor idea dado que fue él mismo quien me
había recomendado el departamento, y en mi reducida visión del mundo
era él y no otra persona quien debería tener la respuesta que yo
estaba esperando escuchar. "Raid Max", fue lo último que dijo Martín
desde el otro lado del Atlántico con una voz pastosa antes de volver
al sueño del que mi llamada lo había sacado.
13. La segunda vez que Claudia no volvió a casa por la noche fue,
según ella, por algo un poco más serio. El movimiento popular había
cerrado todas las vías de acceso por tierra. Hubo helicópteros
sobrevolando el centro y un olor agridulce impregnó el ambiente como
resabio de los gases y la pólvora. Encendí la tele y un tipo dijo que
la policía federal estaba en camino. Tres aviones Boeing. Una veintena
de helicópteros. Una treintena de tanquetas. Y ni un solo taxi para
volver de aquel pueblo perdido, según Claudia. ¡Bah! ¿Quién va a
creérselo? No las cucarachas, claro. Ellas se quedaron en la ciudad,
al pie del cañón.
14. Es asombrosa la cantidad de sensaciones auditivas y visuales que
puede causar un veneno para insectos en apariencia tan dócil como el
Raid Max. En su tiempo jamás usé el cloruro de etilo, "heroína
rápida", que de pronto se puso tan de moda entre los adolescentes de
clase media-baja con los que me inicié en muchas otras cosas durante
la prepa, pero intuyo que los efectos no deben de ser muy diferentes.
La primera semana rocié durante tres días, mañana y noche, cada
rincón, cada orificio del departamento con el spray. El resultado fue
inmejorable. Al volver a casa encontraba el suelo tapizado de decenas
de cadáveres duros y crujientes. Sin embargo, bastaba que se
emancipara la concentración de Raid Max para que una nueva camada de
insectos plagara el baño, el clóset, la cocina y la recámara, sobre
todo la recámara, donde estaba el registro del agua.
15. Cuando Claudia se dormía, me acostumbré a estar bien alerta, a
encender las luces y a estar atento sin pestañear con la vista clavada
en las paredes, en las esquinas, en el techo, en la alacena, en los
resquicios más profundos y coladeras, con la botella de Raid Max en
mano. Apenas apretar el disparador y las muy culeras caerían muertas,
retorciéndose sobre sí mismas, con las seis patitas tiesas al aire.
Muchas veces acerqué el oído hasta ellas para intentar escuchar el
sonido que deben de hacer cuando agonizan. Nunca obtuve resultados.
16. A la tercera semana ya no dormía ni una hora. Alguien tenía que
mantener la guardia. Y no era yo quien iba a dar su brazo a torcer ni
mucho menos a otorgar tregua. Fue entonces cuando me recomendaron el
ácido bórico. Me recomendaron hacer una preparación con manteca,
azúcar, mucha azúcar, y cantidades generosas del ácido. El resultado
fue una pasta ambarina y rica como el dulce de leche, pero letal para
los insectos y su prole. A veces, durante las noches, cuando Claudia
se quedaba dormida, la untaba sobre pan tostado y la acompañaba con
Coca-Cola y Red Bull para mantenerme despierto ante cualquier
eventualidad. Dejé de hacerlo cuando un buen día el dolor de estómago
no me permitió levantarme.
17. La cucaracha-calderón era la peor de todas las que logré
clasificar en ese periodo. Era la más golosa, sucia, torpe y lenta de
todas. Nada que ver con la bravura y el arrojo de la obispo , ni mucho
menos con la astucia y la rapidez de la díazordaz . La
cucaracha-calderón era pertinaz, imbécil pero pertinaz y, sólo ahora
lo creo, inmortal. Fue esa especie la que terminó por sacarme del
departamento. Cuando me daba a la tarea de leer, por ejemplo, cosa que
cada vez sucedía con menor frecuencia, tenía que mantener el rabillo
del ojo alerta para evitar sentir de pronto ese cosquilleo tan
familiar bajando por mi espina dorsal. Dejé de traer en definitiva
comida a la casa y procuraba usar el baño lo menos posible, mantenerlo
aséptico con Cloralex y Pinol, tal como el resto del departamento, que
aseaba desde temprano, tres veces al día, pero que con todo y eso
parecía no ser suficiente.
18. La tercera noche que Claudia no volvió a la casa la radio local
fue intervenida y una voz agitada dijo que era momento de "una nueva
revolución". Juro que así lo dijo. Pasaron tres noches más y Claudia
seguía sin aparecer. Pensé en llamar a Martín Solares, pero recordé
que en París a esas horas la gente acostumbra dormir. En el pueblo
donde Claudia trabajaba no había teléfono ni Internet y su celular
jamás recibía señal en ese sitio. El gas pimienta se filtró por los
vanos y afuera hubo bullicio y trasiego y crepitar y detonaciones. Se
cortó la energía eléctrica. Me encerré en el clóset abrazando una
botella de Raid Max para mantener a raya a las cucarachas-calderón ,
que insistían en buscar refugio alrededor de mi calor corporal y de
mis detritos. Alguien en esos días incluso entró al departamento y se
llevó todo lo que consideró de valor. Intentó varias veces forzar el
clóset, sin éxito.
19. A Claudia nunca volví a verla.
20. En mi Moleskine clasifiqué también los distintos tipos de muerte
que pude distinguir. Los cadáveres pasados por Raid Max sin variantes
terminaban con el esqueleto exterior tostado y crujiente. Las muy
cabronas terminaban tiesas y desecadas como hojarasca. Pero en cambio,
las muertes producidas por ácido bórico variaban sutilmente,
dependiendo de la cantidad de veneno consumida así como de la talla,
especie y edad del insecto. Por lo general las cucarachas terminaban
inflamadas y bañadas por su propia humedad, como si hubieran fallecido
por permanecer toda la noche en un tazón de corn-flakes. Incluso, en
los casos más drásticos, llegué a ver muertes por estallamiento de
órganos internos y profusas hemorragias. Una sustancia blancuzca y
difícil de quitarse de encima escurría por sus vientres y cabecitas
formando burbujas plastificadas.
21. Cuando hizo su efecto, el ácido bórico que esparcí por todo el
departamento me regaló mis primeras horas de sueño en muchos días
encerrado en el clóset, sin salir apenas para ir al baño o tomar agua
del garrafón en el que de todas formas nadaban los insectos a sus
anchas. Con todo esto, no tenía manera de saber que lo peor estaba por
venir con la segunda llegada de la cucaracha-calderón , que fingía
estar muerta para luego, aprovechando cualquier descuido, volver a la
carga por entre los resquicios de la puerta del clóset.
22. Un buen día en la calle volvió a reinar el silencio. Supe que no
debía pensármelo dos veces, que debía aprovechar la tregua o la
escampada o cualquier cosa que ocurriera allá afuera, para huir a toda
prisa de ese culo del diablo en donde Claudia había ido a meternos.
23. Ningún tipo de transporte público seguía funcionando. Sólo
vehículos policiales y tanquetas. Nadie que viera mi facha haciendo
dedo en la carretera quiso llevarme. Debí caminar varias decenas de
kilómetros sin saber bien a bien hacia dónde me dirigía. Por la tarde
me fui a tomar varios mezcales en el primer antro que pude ver en las
afueras de la ciudad. Y más tarde a nadar en un balneario de San
Agustín Etla, el lugar a donde sin saberlo me habían guiado mis pasos.
Cuando salí de la alberca, mientras me secaba con una toalla clorada y
tiesa, un hombre me preguntó lo siguiente: "¿Viene de la ciudad? ¿Es
cierto que llegó la Policía Federal y que hubo decenas de muertos? Ya
no hay señal de radio...". Al ver que no le respondía, unos minutos
después insistió por otro cauce. "¿Y cómo está el agua?". "Deliciosa",
dije. G
Ciudad de Oaxaca, 2007
domingo, agosto 05, 2007
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